Por Carol Valentin Bohle

La naturaleza suele entregarnos espectáculos maravillosos e impresionantes que, a veces, pasan desapercibidos ante los ojos de la mayoría de las personas. Convivimos con infinidad de seres vivos que no vemos habitualmente, pero que están ahí y que, al ojo de aquellos que vemos el mundo a través del visor de una cámara fotográfica, se trasforman en historias, en experiencias encantadoras, en reflexiones de la vida misma, de su magnificencia, fragilidad y vulnerabilidad.

Una golondrina no hace verano, pero cuando comienzan a llegar al Sur de Chile es la señal inequívoca de que el frío y lluvioso invierno se está despidiendo, y que el olvidado sol se empieza a dejar ver a hurtadillas entre las nubes. Cada vez con más soltura y seguridad, sus suaves rayos nos reconfortan el cuerpo y el alma, a la vez que la naturaleza comienza a revivir después de un periodo de merecido descanso.

Es por eso que mi corazón se alegra tanto al verlas llegar, al escuchar su trinar agudo, ver sus vuelos rasantes sobre las pampas alimentándose al atardecer, observar sus piques, sus cambios de dirección abruptas y sus descansos sobre los alambres de tendido eléctrico.  Este verano seguí de cerca cómo buscan un lugar para anidar, cómo pasan una y otra vez mirando una techumbre, un alero, un árbol, un orificio en un tronco seco, hasta que uno de ellos las convence. Fue así como se decidieron por un lugarcito frente a mi ventana, un árbol viejo con orificios hechos por carpinteros pitíos, fue la señal para preparar la cámara y el lente, para estar atenta a capturar la acción.

Pese a ser pequeñas, defienden sus nidos con determinación y en comunidad. Cualquier otra ave que llega es espantada a picotazos de sus dominios. Si no puede la pareja sola, luego llegan cuatro o seis más a ayudar a echar al usurpador. Fui testigo en muchas ocasiones de su osadía al perseguir carpinteros, tiuques, diucones, hasta que se iban muy lejos. ¡Son unas chiquititas muy valientes!

Pasaron los días y me di cuenta que mamá y papá entraban y salían del nido todo el día, traían pequeños insectos, Yujuuuuu… ¡Llegaron los pichones!  Que tarea ardua alimentarlos, todo el día, una y otra vez, entra y sale del nido, sumado a las veces que había que defenderlo de otras aves y de lagartijas… incansables estas pequeñas. Hasta que un día vi tres boquitas abiertas, ansiosas y hambrientas cada vez que llegaba uno de los papis. Escuché sus trinos suaves en un comienzo, fuertes y demandantes después de unos días. Pasé horas contemplándolas, las fotografié cientos de veces, hasta que mudaron sus plumas y se hicieron grandes.

Una mañana las vi volar por primera vez, salieron del nido y se posaron en una ramita. Una de ellas, más osada, voló más lejos y no la volví a ver, las otras dos se mantuvieron cerca del nido, papá y mamá seguían alimentándolas, pero con menos frecuencia, volaban un rato y volvían. Eran un poco erráticas, pero para mí eran fantásticas, ¡sus primeros aleteos tan bien coordinados!

Ese día y al atardecer volvieron a dormir al nido, al día siguiente volaron cerca un rato y luego se marcharon. ¡Tuve ante mis ojos y mi lente la perfección de la naturaleza!

Después que pase el invierno, que ya se acerca rápidamente, las estaré esperando ansiosa, para que, si ustedes así lo deciden, las vuelva a fotografiar y, quién sabe, tal vez con un nuevo lente. Buen vuelo pequeñas.